miércoles, 9 de septiembre de 2009

7 de septiembre de 2009

Amanezco con ganas de sexo. No sé dónde esconderme, estoy que me subo por las paredes.

Paso la mañana y parte de la tarde en casa aburrida y sin saber qué hacer, planeando algo para luego. No correré el riesgo de quedar con nadie, ya que a la que me caliente un poco la he cagado. Por eso, prefiero salir en solitario.

Esperando hasta que se ponga el sol, me tiro la tarde jugando al guitar hero. Es algo que me entretiene..., lo justo para no caer en la desesperación. Cuando lo dejo y voy a apagar el televisor, comienzan a hablar en las noticias de una serie de asesinatos ocurridos durante la última semana y bla, bla. Sí, hacen referencia a las similitudes que hay en todas mis víctimas. Por suerte, no saben nada... aún. Y se pueden ir acostumbrando, que a ellos les gusta tener un plato sobre la mesa todos los días.

Hablan con familiares y conocidos de los fallecidos. Reconozco a un chico del barrio, un pokero de estos, diciendo gilipolleces.

Por fin llega la noche, y puedo salir a la calle sin que nadie me vea si me apetece. Primero doy un paseo, durante el cual me encuentro con el chaval que salió antes en las noticias hablando. Lo persigo hasta su casa, entra en el portal, y yo detrás de él. Nos saludamos, como si nada estuviera a punto de pasar. Llama al ascensor. Nos subimos. Me pregunta a qué piso voy. "Al último", respondo. Pulsa el 8, y las puertas empiezan a cerrarse. Me giro hacia el chico y lo huelo, con los ojos cerrados, para apreciar al máximo todo su aroma. Me acerco hacia él mientras me mira hipnotizado. Da un paso atrás, mínimo, lo que le permite la pequeña cabina del ascensor. Acerco mis labios a los suyos, para sentir el aire que se escapa de su boca; una respiración agitada, que acompaña a la perfección al ritmo de los latidos de su corazón. Le acaricio suavemente la mejilla con el dorso de los dedos, al tiempo que arrimo mi boca a su cuello. Le hinco los dientes, no sin una mueca de dolor por su parte, y empiezo a succionar. El ascensor comienza a frenar. Lástima que el trayecto haya sido tan corto. Me veo tan purada de tiempo... No puedo dejarlo con vida. Agarro su cabeza con mis manos y de un golpe seco le rompo la médula espinal.

Se abren las puertas, y oigo voces ahí fuera. Quisiera ser invisible en estos momentos. Alguien intenta entrar aquí, pero se esandalizan de ver lo que acaba de ocurrir. Son unas chicas jóvenes. Gritan, y llaman a la policía. No me miran. No parecen haberme visto. Me escabullo entre ellas y me deslizo suavemente escaleras acabo hasta la calle. Me siento ligera. Ligera y sedienta.

Llego hasta Móstoles, y me encuentro un coche que me resulta bastante familiar. Como imaginaba, el conductor es un antiguo conocido. Me cuelo por la rendija de la ventanilla y me coloco en la parte trasera. Miro al espejo retrovisor y veo una nube de polvo desde la cual comienzo a materializarme en mi cuerpo. Así que era eso. Tal y como hacía el Drácula de Bram Stoker, puedo transformarme en polvo... Miki aún no se ha dado cuenta de mi presencia. Me tumbo, esperando hasta que pare en algún lado. Empieza a sonarle el móvil, y le oigo hablar por el manos libres con una chica. Ella dice que le espera en la parada de metro. Él conduce hasta allí, pasa por delante y no parece haber visto a nadie. "No ha llegado todavía", murmura. Lleva el coche hasta un descampado cercano y lo aparca ahí. Apaga el motor, y me incorporo en el asiento.

Ya por fin me ve, y se asusta.
-¿Cómo has llegado aquí? -me pregunta, escandalizado.
-¿No te alegras de verme?
-¿Qué clase de broma es ésta? ¿Cómo has entrado en mi coche?

Lo abrazo por detrás, y le susurro sensualmente al oído:
-Quiero hacerte el amor -noto cómo un escalofrío recorre su cuerpo, su piel se eriza y comienza a transpirar por cada poro-. ¿Me deseas?
-No -dicen sus labios. Su corazón no está de acuerdo, lo noto, lo veo en sus ojos.
-Ven, siéntate aquí conmigo -se pasa al asiento trasero, a mi lado. Lo tengo domesticado.

Vacilando, se va aproximando a mí. Quiere tomarme, ansía poseerme. Una niña de unos quince años se asoma por la ventanilla de su lado. Debe de ser la chica con la que ha quedado. Beso a Miki delante de ella para herirla aún más. Él hace un intento por quitarme la camisa. Le freno, sujetándole los antebrazos con mis propias manos. Acerco su mano izquierda a mi boca y le hinco los dientes en la muñeca. Empiezo a beber de él, con el pobre hilo de sangre que me ofrecen sus arterias radial y cubital. Será una muerte más lenta y dulce. No deja de gemir y llorar, aunque lo mejor es mirarle a los ojos y reconocer en ellos el terror y la impotencia de no poder impedirlo. Recuerdo nuestros momentos juntos: cuando quedábamos para ir de compras y nos lo acabábamos montando en este mismo lugar, cuando me decía que me deseaba, que era irresistible (antes incluso de convertirme en lo que soy ahora);luego cuando me odiaba, me trataba mal y me hacía daño, cuando me pegó y me insultó. Por todo eso ahora está pagando. Cada cual merece recoger lo que siembra. Parece saber lo que está pasando por mi mente en este momento, porque aprovecha su último aliento para decir "lo siento". Ya es tarde, su corazón ha dejado de latir.

Salgo del vehículo y no muy lejos está la chiquilla llorando aún. Cuando me ve salir me dirige una mirada de desprecio y va corriendo hacia donde yace el cuerpo de su chico, con el fin de pedirle explicaciones. Pobre desgraciada, no eres consciente de lo que vas a encontrar allí. Abre la puerta y se queda congelada de pánico. Me acerco descaradamente. No hay nadie por los alrededores. La muchacha me pide por favor que no le haga daño. Le prometo que no se lo haré. Al fin y al cabo, ella no es culpable de nada, no me conoce, ni hay nada que me sitúe en su contra. Nada, salvo el hecho de que es el único testigo de un homicidio cometido por mi parte, y no puedo dejar que me delate. Le seco las lágrimas con mis pulgares, prolongando ese gesto hacia una caricia con la mano completa. Sostengo su joven rostro, y en unos instantes todo ha terminado: he tirado hacia arriba, separándole la cabeza del cuello en décimas de segundo. No ha habido dolor. No habrá más lágrimas, ni corazones rotos. No para ella.

Hace una semana me habría sentido mal por actuar como lo he hecho hoy. Oigo una risilla femenina a mis espaldas. Me giro y ahí está la misma joven de aquella vez, cuando vi lo que había pasado en mi cumpleaños. Me mira y me sonríe, y en décimas de segundo deja de estar allí. Se ha desvanecido. Tal vez haya pasado a formar parte del paisaje, se haya camuflado en el follaje o haya salido volando en forma de humo. Una vez más, resulta imposible hablar con ella.

Vuelvo a casa. Ya van dando unas horas a las que toda madre se preocupa por una hija. Además, vuelvo a necesitar coartada, por si las moscas. En tres minutos estoy de vuelta en el barrio, tiempo en el que nadie sería capaz de haber abandonado la escena del crimen. Me aseguro de que algún vecino conocido me vea llegar, antes de entrar en casa. Aquí termina un día más.

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