Tenían un pequeño huerto que les abastecía de víveres para comer casi todos los días, pero a medida que los niños crecían estas míseras cantidades se volvían insuficientes. No podían ir a la escuela, pues se requería la ayuda de todos los pequeños para trabajar el huerto y alimentar las gallinas. Por suerte, la tierra era muy rica y las lluvias abundantes, lo cual facilitaba bastante la labor. Pero las hermanas de Adrián salían a hacer las labores en casa de un par de familias adineradas a cambio de un pequeño jornal que venía muy bien para pagar los víveres que no salían de sus tierras.
La hermana mayor, Andreea, de quince años, trabajaba en la finca de los Stan, que habían hecho fortuna negociando con piel de vaca. Hacía las camas, preparaba la comida, limpiaba la casa, y de vez en cuando servía en la cama del padre de familia, Alex Stan, cuando la señora salía a negociar con nuevos clientes.
Al principio se resistía, hasta que comprendió que no servía de nada, excepto para que el dolor aumentara. La vergüenza cada día se hacía más grande, pero en su casa no sabían nada. El día que decidió contárselo a su madre y dejar el empleo acabaron discutiendo. No debía ser tan egoísta, tenía que pensar en los suyos y en la falta que les hacía el dinero.
Un buen día, teniendo nuestro protagonista diez años, se presentó en su casa un señor con pinta de adinerado y pretensiones de hacer negocios con los padres de la familia. Dejaron a los niños fuera de casa y sirvieron al visitante un poco de sopa y un vaso de vino. Adrián y dos hermanos más se asomaron a la ventana con intención de escuchar, pero apenas podían oír palabras sueltas. Su padre se enfureció y empezó a gritar, y apartir de aquí la conversación se volvió más acalorada.
-¿Acaso cree que voy a ponerle precio a mis hijos y vendérselos como si fueran esclavos? ¡Largo de mi casa! ¡Qué poca vergüenza!
-Disculpe señor -el visitante mantenía las formas en todo momento-. No se trata de ningún trato negociable. He venido a informarle de que me llevo a uno de sus hijos y debería darme las gracias de que por lo menos le pagaré con generosidad por su sacrificio.
-No hay dinero en el mundo capaz de sustituir el amor de uno solo de mis vástagos.
El señor puso encima de la mesa una maleta y la abrió con precaución. Estaba llena de fajos de billetes, más dinero del que cualquiera de la familia pudiera llegar a soñar en ningún momento de sus vidas. El padre se sentó, se apaciguó y lo reflexionó.
-Bueno, si es inevitable..., parece que con esto saldríamos de la miseria... -Trataba así de engañarse a sí mismo.
-Eso está mejor. Es un placer hacer negocios. ¿Les ahorro el mal trago de elegir cuál de los ocho dejará de ser hijo suyo?
De repente se oyó un golpetazo en una salita contigua a la cocina. Se acercaron a mirar. Había sido Adrián, que había caído por la ventana hacia adentro en su afán por pegar la oreja en la conversación. Con las voces que había dado su padre, fue perfectamente capaz de entender qué es lo que había pasado. Tanto él como sus dos hermanos lloraban sin cesar mientras el señor decidió llevárselo a él y lo levantó en brazos.
-Éste me vale. Pronto se volverá grande y fuerte, tiene buen fondo. Me servirá bien.
Los otros dos niños se lanzaron a darle patadas tratando de evitar que los separasen, mientras el matrimonio permanecía inmóvil y sin apenas pestañear. Marius (así se llamaba el extraño) salió de la casa con un niño amarrado a cada pierna, y cuando fue a abandonar la puerta a la finca, al ver que no se desprendían de él, lanzó una patada al aire que hizo volar a uno de los críos, el cual acabó aterrizando al pie de la caseta de herramientas. Sonó un "crack"y su cuello se partió. El otro chiquillo se soltó sin más mientras gritaba y lloraba por su hermano muerto, el otro que le robaban y la impotencia de no poder hacer nada al respecto mientras sus propios padres observaban en un segundo plano pareciendo no darle importancia.
Subió a Adrián al caballo que le esperaba fuera y montó tras él. Empezaron a cabalgar por un camino que pronto salía del pueblo y se dirigía a las montañas. Durante los dos días que duró el viaje el muchacho no paraba de llorar. Marius era un hombre muy paciente pero acabó perdiendo los nervios y soltándole un bofetón que hizo que le sangrara la nariz. En cuanto la sangre comenzó a brotar se tapó la cara con la mano intentando no oler, como si aquello le desagradara. El pequeño Adrián no comprendía nada pero se enjuagó los mocos, secó sus lágrimas y mantuvo silencio hasta llegar al destino.
Llegaron a un castillo de altas almenas. Un puente colgante pasaba por encima de un foso sin agua. Una vez dentro, otro señor de aspecto impecable los esperaba con ilusión. Era alto, fuerte, moreno, con los labios finos y los ojos penetrantes.
-Bienvenido muchacho. ¿Cuál es tu nombre?
-...
-No quieres hablar, ¿eh? Mira, yo soy Nicolae, y él es Marius. Te preguntarás qué queremos de ti...
-Quiero volver a casa -pronunció el niño entre llantos.
-Ya estás en casa. Tus padres no te quieren, te vendieron por cuatro billetes. Está claro qué es lo que más les importa.
-¡Eso es mentira!
-Cállate mocoso. Ahora nos perteneces. Podemos hacer esto de forma divertida y relajada o por las malas. Sólo de ti depende. Te encargarás de limpiar para nosotros, entretenernos cuando nos aburramos y darnos de comer cuando nos apetezca un dulce.
-Yo... No sé cocinar.
-Ja, ja, ja. No hace falta que cocines. Te enseñaremos todo lo que debas saber, no te preocupes. Mira..., ven.
Tembloroso, Adrián se acerca a su nuevo amo, quien le susurra al oído:
-Si te portas bien, te daremos cuanto nos pidas. Podemos ser muy generosos, y muy cariñosos. Pero tienes que ganártelo. Ven, tiéndeme la mano.
El niño obedece, y Nicolae le coloca un trozo de queso, y después usa su propia mano para cerrar los dedos del pequeño y sujetarlo. Al mismo tiempo, acerca su boca a la muñeca del chico y le pega un lametazo. Adrián intenta retirar el brazo pero resulta inútil, pues el otro es mucho más fuerte.
-No te resistas, va a ser peor. ¿No quieres que nos llevemos bien?
El pequeño asiente con la cabeza, y el amo le muerde por encima de la mano haciendo brotar un fino hilo de sangre. Se lo ofrece a Marius, quien lame suavemente el líquido rojo que sale y acaba sellando la herida y succionando de ella.
-Lo estás haciendo bien, pequeño -las palabras de Nicolae no logran consolar a Adrián, quien estalla en llantos y gritos. Marius le suelta, y el niño echa a correr. Tropieza con un escalón y cae al suelo. Nicolae lo alza en brazos y lo lleva a su habitación. Lo tiende en la cama y le deja descansar.
***
Durante los diez años siguientes, Adrián se convierte en el esclavo de Marius y Nicolae. Es su sirviente, su criado, su chico para todo, o como lo queráis llamar. Se convierte en un experto limpiando, sirviendo en sus fiestas y atendiendo a sus invitados.
A sus amos les gusta dar fiestas para presumir de todas sus riquezas. Además, siempre acaban conociendo bellas señoritas que Marius se lleva a la cama antes de devorar toda su sangre. El muchacho se encarga de deshacerse de los cadáveres. De vez en cuando, él mismo sirve de alimento. Mientras se comporte y no suponga ningún problema, ellos lo tratan bien. Le dan comida en abundancia, ropas de gran calidad, e incluso le dejan estudiar y hacer amigos. Pero tiene prohibido hablar de las cosas que ocurren en el castillo. Adrián lo comprende, y por el miedo que les tiene, prefiere no hacerles enfadar.
Desde los trece años, comparte habitación y lecho con Nicolae. Al principio, tras cada violación, le agasajaba con regalos, cenas copiosas y ciertas libertades. Luego fue perdiendo interés en él y lo dejaba más a su aire.
Adrián disfrutaba yendo a pescar, leyendo novelas de aventuras y recogiendo flores que luego iba regalando a las mozas del pueblo próximo. Un día, en una de sus excursiones, conoció a María. Era un año mayor que él, con el cabello rubio y rizado, los mofletes sonrosados y una mirada inocente. Era una chica risueña, que disfrutaba de los paseos por el campo con Adrián, y pronto se enamoraron. Él gozaba de la confianza de sus amos porque nunca les había traicionado, pero ella tenía que salir a escondidas, pues sus padres ya tenían pactado su matrimonio, el cual se iba a llevar a cabo dentro de no mucho.
Pertenecía a una familia adinerada y ciertamente prepotente. Cuando sus padres salían, ella se escapaba para ver a Adrián. No podían verse en casa porque tenía más hermanos, y él no quería llevarla al castillo para protegerla de sus captores. De este modo, los encuentros sucedían siempre en íntimo contacto con la naturaleza. Durante meses mantuvieron el noviazgo en secreto.
Un buen día, al llegar de vuelta al castillo dando zancadas de felicidad por su amorío con María, encontró un nuevo huésped. Se llamaba Florin y contaba siete primaveras. Como Adrián en sus comienzos, no paraba de llorar. Pedía volver con sus padres, pero ellos se lo negaron.
-Lo siento amor, te mudas de habitación -Nicolae se dirigía a Adrián -. Este muchacho tan dulce te sustituirá en mi lecho.
El joven comprendió lo que eso significaba, pero no el alcance de todas las consecuencias. Era la mascota de Nicolae, y si éste ya no lo necesitaba, ¿qué iba a hacer de él? Por lo pronto, cambiar de habitación. Todas sus cosas ya habían sido trasladadas a otro dormitorio, y no pudo evitar sentir lástima por el fin de esta etapa. En el fondo, sentía algo por su captor.
A mitad de la noche, en la que no podía dormir por estar dándole vueltas a la cabeza, apareció Marius, se sentó a su lado en la cama y comenzó a acariciarle el pelo. Hablaba con un hilo de voz tan fino que resultó difícilmente comprensible para el chico:
-Bueno, ya no estás obligado a nada con nosotros.
-¿Soy libre?
-Ja, ja, ja. No, hijo. No podemos hacer eso. Puedes seguir con nosotros si quieres, o puedes...
-¿O puedo...?
-Morir, si no quieres mantener este estilo de vida. No te juzgaré decidas lo que decidas. Ya no estás obligado a servirnos, ni a mantener en silencio lo que hacemos, ni a encubrirnos más. No si decides que te borre ahora del planeta. Pero si quieres seguir como hasta ahora, pero sin el cariño nocturno de Nico, puedes quedarte y seguir siendo nuestro mayordomo.
-Yo no quiero morir, no ahora...
-Oh, no me digas. Ese brillo en tus ojos... ¿Estás enamorado? No seas tonto, el amor no sirve nada más que para atarte y coaccionarte.
-Básicamente lo que me hacéis vosotros. Ella al menos logra que sienta cosas maravillosas.
-¿Y querrías pasar junto a ella el resto de tu vida?
-Oh, sí. Si pudiera, toda la eternidad a su lado sería poca.
-¿Si pudieras?
-Está prometida con otro. Pronto se casarán. Con un ricachón prestigioso.
-O sea, que es del tipo de familia movida por el dinero... Invítalos a cenar, haremos que decidan que tú eres mejor partido.
-¿En serio?
-En serio. Pero como has dicho, tiene que ser para toda la eternidad...
Marius se acerca a Adrián y comienza a beber de su cuello. Sin derramar ni una gota de sangre, el chico no opone resistencia, pues ya se lo han hecho más veces. Pero nunca se habían sobrepasado tanto. En poco tiempo pierde las fuerzas en brazos y piernas, y poco después se le descuelga la cabeza mientras el vampiro lo sujeta por los hombros. Acto seguido, Marius se muerde la muñeca y lo alimenta con su sangre.
A la mañana siguiente, al despertar Adrián, aparece Marius con una muchacha de no más de quince años. La tiende sobre la cama e invita al chico a beber de ella hasta matarla. Una vez se hubo detenido su corazón, él seguía enganchado a su cuello tratando de exprimir las últimas gotas. Marius se la arrancó de los brazos:
-¡Para, chico! Jesús, qué ansiosos sois los novatos... Menos mal que con los años esa necesidad imperiosa va disminuyendo y aparece el control...
-Quiero más.
-¿Qué tal te sientes?
-Me siento... vivo.