sábado, 19 de septiembre de 2009

14 de septiembre de 2009

Me despierto temprano. No sé qué hora será, pero debe de faltar poco ya para que suene el despertador. Miro el reloj, y no me equivocaba. Me quedan cinco minutos de relax en la cama. Remoloneo un rato, cierro los ojos, me abrazo a la almohada... Como si me pudiera quedar aquí mucho más tiempo. Es lunes, estoy de vacaciones, pero tengo que ir a ver a un psicólogo porque mi madre se piensa que tengo problemas de anorexia, lo cual es mucho mejor que decirle que estoy muerta y me alimento de sangre humana. Así que, amigos, éste es el panorama a día de hoy.

Me obliga mamá a tomarme al menos un tazón de cereales con, que es para mí como comer un tazón de pienso para gatos remojado en agua sucia... Bueno, ojalá fuera así, al menos tendría algo de sabor. Pero por muchos tazones de estos que me tome, mi cuerpo no los iba a aprovechar ni como desecho.

Me visto con lo primero que cojo del montón de ropa apilada en la silla de mi abitación. Unos vaqueros que antes me quedaban ajustados y una camiseta de tirantes negra. Quizá debiera ponerme una sudadera también, que dice mamá que hoy hace frío (y hay que dar el pego de la hija friolera que he sido siempre).

Me acompaña mi señora madre hasta la consulta del psicólogo. Por más que le insisto en que puedo llegar sola, dice que no quiere que me sienta sola en un momento como éste. Miente. Yo sé que en realidad no confía en que me vaya a meter en esa sala. Le hago prometerme que en cuanto me toque pasar se marchará a casa, habiendo cumplido esa misión de protección suya.

Llega mi turno. Me despido de mamá. La consulta no es muy grande. Es apenas un pequeño cuadrado formado por cuatro paredes sosas pintadas de un azul muy light. A un lado hay un sillón, que no parece excesivamente cómodo, y enfrente una mesa de trabajo llena de papeles y un hombre sentado en un silla con ruedas. Es un tipo no muy alto, por lo que puedo apreciar a pesar de verlo sentado, ni muy corpulento, bastante joven, con una perilla castaña que le cubre la barbilla y se junta con las patillas. El pelo corto y bien peinado (al trabajar de cara al público hay que guardar una imagen), y unos ojos grises de infarto, que miran con la curiosidad de un niño. Lleva puesto un pantalón vaquero y una camisa naranja, remangada por encima del codo.

-¿Y bien? Cuéntame, Debbie... -su voz es tierna pero firme, su rostro carece de expresividad, a la espera de escuchar mis palabras y pensar cómo sería más conveniente reaccionar.
-Pues mire usted... Hace dos semanas que me convertí en vampiro y me alimento de sangre humana, pero no se lo puedo contar a nadie y mi madre se piensa que tengo anorexia.
-¿Y has venido a morderme el cuello? -bromea.
-Bueno, eso nunca es descartable -le dedico una sonrisa mezcla de inocencia y picardía- En realidad creo que vengo por problemas de autoestima. No como mucho, estoy perdiendo bastante peso, y es probable que guarde relación con una mala racha que estoy pasando.

Me voy inventando una historia más o menos creíble. Él se dedica a asentir y a formularme más y más preguntas. No sé hacia dónde querrá dirigirme, pero no creo que acierte. Llegamos a la mitad de la sesión y mi imaginación no da mucho más de sí. Me callo y me quedo pensativa. Él se levanta y se sienta a mi lado; supongo que es alguna técnica basada en parecer más cercano para que me exprese con más confianza. Bueno, es que en mi relato he acabado sacando un desengaño amoroso, que me parecía lo más aceptable en una chica de mi edad, y ahora ya no sé cómo seguir. Quizás deba echarme a llorar.

-Desahógate, no te reprimas las lágrimas. Para eso estamos aquí.
-¿Para llorar? Pues vaya mierda de terapia -nos reímos. Lo cierto es que la situación es bastante cómica. Yo, inventándome una historia sobre un chico que no me quiere y fingiendo que eso me duele y me ha quitado el apetito; él, intentando sacar lo más oculto de mi alma. Lo que no sabe es que la verdad se la dije al principio. Paramos de reír, y nos quedamos callados mirándonos a los ojos. No me mira como lo lleva haciendo todo el tiempo, noto que algo ha cambiado.

Se levanta y agarra una carpeta marrón de encima de la mesa. Extrae un cuadernillo de dentro y me explica que me va a hacer un test. Empieza a formularme preguntas, cada cuál más dispar que la anterior, y contesto aleatoriamente, aunque con un poco de sentido y basándome en el cuento que le solté antes. Terminamos, y me da cita para mañana. Me pide un teléfono de contacto por si hubiera que cambiar la hora, y me despido por hoy.

Llego a casa y mamá me pregunta qué tal fue. Le dije que me había confirmado lo que ya sabía: que estaba como una tartana. Sonrió, y me puse a ayudarla con la comida. Hoy toca lasaña, uno de mis platos favoritos. Lo hace adrede, seguro. Como sin ganas, y me voy a la habitación a dormir un poco de siesta. No tengo nada que hacer, así que no me despierto hasta las 9 de la noche. Me visto y salgo de caza. Un niñato de barrio en un pueblo un tanto lejano y de vuelta al hogar. Me encuentro bastante perezosa hoy, así que de vuelta a la cama, con un poco de música.

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